Tardan las lluvias y, cuando tardan tanto, las recibimos con la alegría franca de un niño.

Érase que se era hace muchos años, en la isla de Creta, un rey que solo tenía una hija, Circe. Su país sufrió durante un largo periodo una gran sequía que sumió en la pobreza al pueblo y arruinó las arcas reales. El Rey, abrumado, decidió ofrecer la mano de su hija a quien presentase la mejor y más rica dote, con el fin de superar así la tremenda crisis. Se enviaron correos a todas las cortes reales y se presentaron por fin dos príncipes solicitando la mano de la bella Circe. Uno era Fedor, hijo de un rey del Peloponeso, y el otro Khadar, un joven príncipe, hijo de un monarca de Anatolia. Llegados ante el Rey  cretense, recibieron instrucciones para competir por la mano de la princesa. Viajarían uno al oriente y otro al occidente y quien trajera la mejor dote recibiría la mano de Circe. Partió Fedor hacia  oriente, llegó hasta la China y acumuló sedas, joyas y especias de un inmenso valor y, como regalo especial para la princesa, compró en Bagdad un perfume único que tenía la virtud de refrescar o calentar al perfumado según hiciese calor o frío.

A Khadar, en cambio, le correspondió viajar a occidente. Atravesó España y llegó al mismo fin de la tierra. Consiguió tal cantidad de oro extraído de las Medulas y de Montefurado que pensó que era imposible que su rival pudiese superar su valor. De vuelta ya, un monje eremita, que vivía junto al Sil,  regaló a Khadar un gran cántaro, dorado y esbelto, fabricado por los alfareros de Niñodaguia, lleno del agua de una fuente que el guardaba y que, le dijo, “conserva la juventud y es germen de fertilidad”.

Fedor regresó con su espléndida dote, pero Kadar llegó a Creta sin nada y desolado se presentó ante el Rey: “Señor, os juro que había conseguido una dote digna de vuestra hija, pero a la altura de Al Jazair, nuestro barco fue atacado por piratas berberiscos de Salé que nos saquearon todo y solo perdonaron nuestras vidas. Únicamente pude salvar, señor, este cántaro de agua de la belleza, la vida y la fertilidad con que un monje me obsequió, que pasó desapercibido a los piratas y que deseo regalar a la bella Circe, aunque no pueda ya aspirar a su mano”. Recogieron los criados el cántaro y cuando el rey con sus consejeros se retiraba a deliberar, uno de los sirvientes volcó la vasija y se derramó el agua pero el cántaro no se vaciaba. Ante el pasmo de todos, el agua no cesaba de manar y de correr por los patios de palacio hasta formar un gran río, que fue acogido con gran júbilo por todo el pueblo. El Rey entonces concedió a Kadar  la mano de Circe “porque”, explicó,  “Los dioses nos han revelado que el agua es la mejor dote, el verdadero oro y la auténtica riqueza de los pueblos”.

Si no salvamos el agua lloraremos como la naturaleza llueve y se secarán nuestros ojos.

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