La fiesta celta de los muertos, nuestro Samaín, se cristianizó a golpe de cruz y espada, como tantas otras, y se llamó día de Todos los Santos: los nuevos dioses que, de hecho, en Roma ocuparon el Panteón, expulsando de él violentamente a los dioses originarios. Sin embargo, también como tantas veces, el sentido de la primitiva fiesta pervive por debajo de la imposición cristina y un día u otro resurge con el valor originario y recobra, al menos en parte, aquella fuerza ancestral que está en su ADN.  Nuestro Samaín es la fiesta celta del inicio del invierno, cuando la frontera entre este mundo y el del más allá se estrecha, porque merma el día y crece la noche, y los espíritus, tanto benignos como malignos, pueden cruzar la línea con mayor facilidad. Los espíritus benévolos son celebrados en la fiesta y los malévolos son conjurados y ahuyentados, asumiendo la muerte y el miedo como un juego, y el disfraz como amuleto o talismán para conjuro y exorcismo.

Hay que pensar, pues, en la muerte, que viene a ser pensar en la vida, como está haciendo, por ejemplo, Yuval Noah Harari, profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén, que sostiene que hacia la mitad del siglo XXI los avances en el campo de medicina, de la biología y de la bio-genética van a permitir tratamientos que nos permitan vivir de forma indefinida. En una entrevista de 2014, el citado profesor llegó a decir: “Hacia el 2050 los ricos podrán vivir de forma indefinida”. La muerte no sería ya el destino fatal y a plazo fijo de los seres humanos, diseñado por los dioses. Pero como muy bien señala y avisa Yuval Noah, lo más probable es que esos tratamientos no estén al alcance de todos al mismo tiempo y serían los ricos los primeros en podérselos aplicar porque podrían pagárselos.

Estaríamos entonces en una endiablada situación en que, las injustas diferencias y desigualdades sociales y económicas, llegarían a condicionar nuestra misma biología. Nos dividiríamos en castas biológicas en las que unos, no solo podrían vivir de forma indefinida, sino que también podrían ser más fuertes, más listos y más capaces gracias a la ingeniería bio-genética, y otros, seguramente la mayoría, no. Esto pensé y, claro está, vale lo que vale. Pero puede que no vaya tan descaminado porque creo que ya existen hoy diferencias y desigualdades “biológicas” en razón de desigualdades económicas, como demuestran, por ejemplo, los distintos índices de salud o de esperanza de vida que hay entre ricos, pobres, países y pueblos. Sin ir más lejos, las diabólicas políticas de recortes en lo público lo ponen de manifiesto, cada día, entre nosotros mismos que, según dicen, vivimos en un país del mundo rico.

Naturalmente Yuval Noah Harari no habla de inmortalidad stricto sensu, porque los humanos siempre podrán morirse por otras causas, además de las biológicas, como la guerra, el homicidio, el accidente, la guerra, el ajuste de cuentas o las luchas sociales.  Por eso el pensador israelí habla de “vivir de forma indefinida” que no es exactamente lo mismo que inmortalidad.

La cosa, sin embargo, es inquietante: en sí misma y por las consecuencias y derivas que puede traer. Pero sería un error embridar a la ciencia. Lo que habría que hacer es fortalecer la política, su centralidad y su dignidad, para prever y resolver los efectos perversos que se pudieran y pueden derivar, siempre, de cualquier avance científico.

Se me ocurren dos conclusiones. Una: se constata lo aberrante, rancio y denigrante que resulta aquel grito de ¡Viva la Muerte!, que algunos energúmenos tratan de recuperar. Y dos: que, al final, es en el mundo de la política y de la ética donde se puede y se debe conseguir lo que nos aconsejó Epicuro para ser justos y dichosos: vencer el miedo a los dioses, a la muerte, al dolor y al fracaso, que son, todos ellos hijos de la desigualdad y de la injusticia. Creo que tenía razón Epicuro que, por cierto, hoy en día también se recupera. Como el Samaín.

 

 

 

 

 

 

 

 

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