La consigna es “¡Salvar la navidad!”. Sabemos que se trata de salvar el consumo, el comercio y, en consecuencia, la producción de bienes y servicios que estas fiestas demandan. Esto es esencialmente salvar la navidad. Lo de “volver a casa”, abrazarse, querer y ser querido, reunir a la familia, hacer fiesta y jolgorio, llenar la vida de buenos deseos e incluso conmemorar el presunto nacimiento de un dios, eso es la retórica, la lírica y la mística que justifica la “mástica” y que se convierte en el soporte ideológico, afectivo, religioso, emocional y lo que se quiera de estas celebraciones. Y es este sentir colectivo el que le está poniendo difícil al Gobierno, por ejemplo, establecer y hacer cumplir las restricciones para combatir la pandemia. Los que en situación de normalidad sanitaria se ponían progres y estupendos y despotricaban contra la navidad, las cenas de familia, los “cuñaos” y los cansinos villancicos, hoy son los mismos que, cargado de argumentos, llevan el burro al portal para ver al niño y se cabrean si no los dejan pasar.

Realmente la navidad es la fiesta conmemorativa del mito fundacional del cristianismo que, junto con los ancestrales cultos grecorromanos, son parte muy importante de nuestra cultura o de lo que dio en llamarse “civilización occidental”. La navidad se sobrepuso y absorbió la gran fiesta romana de las Saturnales. Una suerte de apropiación y de sincretismo que el cristianismo ejerció, no sin violencia, sobre ritos, creencias, liturgias, usos y costumbres vigentes en el imperio y propias del llamado mundo pagano. Lo que fue esencial para la viabilidad de la nueva religión.

Es muy significativo que una crisis global como es esta pandemia ponga en cuestión la navidad, la celebración de uno de nuestros mitos originarios. Estamos ante una crisis global que cuestiona nuestras tradiciones, valores, creencias y convicciones y, sobre todo, nuestras perspectivas personales y colectivas. Incluso nuestras posibilidades como especie.

La brillante bióloga de la Universidad de Massachussets, Lynn Margulis, que ha profundizado como nadie en la teoría de la evolución, nos advertía, por ejemplo, de que los mamíferos llevan en este mundo tres millones de años y los humanos sólo un millón y que, en este tiempo, hubo veinte especies de humanos, de las que sólo queda la nuestra. Stephen Hawking, por su parte, nos alertó de que difícilmente será evitable, en los próximos cien años, una catástrofe planetaria que puede hacer inviable la vida de la especie humana en la tierra. Y Lynn Margulis añade que, si hay o hubo vida en otros lugares del universo, no debemos buscarla en los planetas donde lo estamos haciendo, sino en una luna de Júpiter que, por cierto, se llama Europa. Pues bien, estas cosas llegan a la gente y se genera un cierto clima apocalíptico. No sólo en el sentido catastrófico del término, muy al uso, sino también en el etimológico de revelación, que pone al personal a pensar y a debatir. Porque lo cierto es que, si se acaban los seres humanos, se acabará la navidad y se acabarán los dioses y los mitos, de que nos hemos dotado para vivir y para explicarnos.

Estos dioses y estos mitos los hemos creado a nuestra imagen y semejanza y de ellos hemos de recuperar lo mejor de nosotros mismos. El problema no es salvar la navidad, el reto es hoy salvar la especie para que sigan existiendo la alegría, la ternura, la solidaridad y “los gozos y las sombras” de la vida humana sobre la tierra. Creo que es este un buen deseo para navidad y una ingente tarea para todo el año.

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