Odioso es aquel que provoca o merece el odio. Pues los bancos, las dos cosas: provocan y merecen el odio. Cada día de más gente. Puede decirse, creo,  que hay un sentimiento general de odio a los bancos. Como creo poder decir que asaltar un banco, en la consideración de la mayoría de los ciudadanos, es un delito, pero por imperativo legal. Porque si el asalto sale bien y limpio, el personal se alegra y piensa: “¡anda y que les den!”. Y es que los bancos son odiosos porque se lucran de la usura y el usurero siempre fue odioso porque se aprovecha de la pobreza o  de la desgracia de los demás.

Y ellos, los bancos, lo saben muy bien. Incluso lo reconocen, eso sí, con la boca pequeña. Por eso se gastan tanta pasta en publicidad para lavar su imagen y promueven actividades de apariencia noble o altruista, pero que tienen la doble finalidad de blanquear su reputación y apoyar sus negocios. Incluso se han inventado el llamado “Banco Malo” para  lavar sus chapuzas, sus triles y sus estafas,  al mismo tiempo que se lanza el mensaje falsario de que, si hay un “banco malo”, los demás son buenos. Hasta los trabajadores del sector, tan presionados por los desmesurados objetivos a cumplir, tan amenazados por ERES y despidos, tan precarizados, tan obligados a gestiones de muy dudosa calidad ética cuando no fraudulenta, reclaman que se distinga entre banqueros y bancarios. No quieren que se les confunda o los mezclen  con las actividades de sus patronos.

Pero todo este intento de lavado de cara de poco les sirve, porque la gente los odia por experiencia propia. Los bancos tienden al monopolio y, a base de sucesivas concentraciones, han conseguido ya un oligopolio que reduce la competencia al mínimo y consigue imponer sus reglas a todo el mundo. Gobiernos incluidos. El resultado es que nadie se puede librar de los bancos que han monopolizado los servicios financieros que la gente necesita cada día más. Ni para cobrar, ni para pagar,  ni para guardar y gestionar tus ahorros, por pequeños que sean, te puedes librar de los bancos. Se han hecho dueños de nuestras vidas y haciendas y las exprimen sin compasión. Normas, comisiones y cobro de servicios, que establecen sin ningún control efectivo y suficiente. Por eso provocan tanto y merecen bien nuestro odio.

Los ciudadanos tienen derecho y deben tener la oportunidad de contar con servicios públicos financieros. En consecuencia, el Estado tiene la obligación ética y política de crear un servicio público con instituciones e instancias en las que la ciudadanía pueda gestionar su economía privada y familiar.  Esta es la primera razón que avala la necesidad de una Banca Pública. La segunda, es hacer presente al sector público en el mercado financiero para garantizar la competencia limpia y evitar el oligopolio o monopolio de facto. Es esto imprescindible para garantizar mejor la vigilancia y control del mercado financiero. No se trata de nacionalizar la banca privada, como alertan con insidia los capitostes del sector y sus lacayos. Se trata simplemente de contar con un servicio público más, que es un derecho y además una vacuna para evitar o aminorar en el sector financiero el contagio de la corrupción y de la usura compulsiva.

Esto incluso les vendría bien a los bancos, que podrían rebajar notablemente ese odio que ahora provocan y merecen.

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