Llega la hora de las decisiones. Decisiones personales y políticas. Personales porque deben atañer a mis intereses particulares y a los de mi entorno: mis amigos, mi familia, mi clase social, mis aspiraciones individuales y colectivas, mi país, mi modo de pensar y de ver el mundo o mis convicciones, más o menos rotundas, lo que, precisamente por todo ello, serán decisiones políticas. Mis decisiones políticas.

En mi caso, parto de dos “principios” generales: “El todo o nada, siempre conduce a nada” y en cuestión de derechos, libertades y calidad de vida, “si no se avanza, se retrocede siempre”.

Parto de dos experiencias, inmediatamente anteriores, bien distintas. De una parte, la etapa del Gobierno del PP, con M. Rajoy, entre 2011 y 2018 y, de otra, la del Gobierno de coalición, PSOE-PODEMOS, de apenas cuatro años.

La brutal crisis financiera y económica de 2008 nos cogió, en pleno bipartidismo, con un Gobierno del PSOE, solo y con Zapatero a la cabeza que, primero negó “tres veces” la crisis misma y luego se plegó a las recetas del neoliberalismo hasta el punto de pactar con el PP una reforma de la Constitución, perpetrada con “nocturnidad veraniega”, en la que se priorizaba el pago de la deuda sobre el gasto público en favor del bienestar social.

Parece que, la percepción de que PSOE Y PP “la misma cosa es”, llevó a la ciudadanía a preferir al neoliberal original sobre la copia y así M. Rajoy   logró la mayoría absoluta (2011). Se instala así en el poder el neoliberalismo rampante, es decir, creciente y sin escrúpulos ni complejos.

Las consecuencias fueron inmediatas y diáfanas: recortes, ajustes y “austeridad” para las mayorías, rescate con “la pasta” pública para la banca, explosión de riqueza y beneficios para las grandes fortunas y los emporios financieros y paro, precariedad y empobrecimiento para las clases medias y trabajadoras. Sin embargo, los ajustes, recortes y “cinturones apretados” de las mayorías no frenaron ni la deuda pública ni la “famosa” prima de riesgo, que se dispararon. No debemos olvidar aquellas tan significativas y crueles medidas como la congelación de salarios, supresión de la paga de navidad para funcionarios, recorte del 10% del subsidio de desempleo, congelación práctica de pensiones, supresión de la desgravación fiscal de la vivienda en el IRPF y el incremento de personas y familias en el umbral de la pobreza o en la pobreza misma, etc. etc. Y, como siempre que se quiebra la solidaridad y la justicia social, hubo de crecer exponencialmente y “en defensa propia” la beneficencia y la vergonzante caridad.

El malestar y la conflictividad social, huelga general incluida, fue inevitable y los problemas políticos y sociales se incrementaron. Es de destacar, sin duda, el conflicto político con Cataluña que se caracterizó por su agudización y agresividad con la ruptura del diálogo y el recurso a la represión. Pero quizá lo más espectacular fue la eclosión de la corrupción, que se reveló sistémica y sistemática, alcanzando las entrañas de las instituciones. Y aunque solo se judicializó la punta del iceberg y la Justicia se reveló lenta, técnicamente insuficiente y un tanto escorada hacia los poderes fácticos y la “plutocracia”, fue tal la lluvia de procesos y sentencias que fueron inevitables consecuencias políticas muy relevantes: desde la abdicación de El Rey, por corrupción, hasta la caída de M. Rajoy en una moción de censura, tras una de las sentencias de la Gürtel y la llegada, no sin esfuerzo, del primer gobierno de coalición de la democracia. Una coalición de mero carácter progresista entre PSOE y UNIDAS PODEMOS.

La experiencia del Gobierno de coalición se produjo también en medio de una tremenda crisis, pero más aguda, de fondo, diversa y difícil que la del 2008. Porque fue una crisis sanitaria, con la vida de millones de personas en juego, una crisis económica evidente, y una crisis bélica que nos implica en una guerra muy peligrosa en el corazón de Europa. Sin contar con sus derivas energéticas o con catástrofes como la del volcán de Palma, la sequía ya pertinaz y las consecuencias, vigentes y ya palpables, del cambio climático.

En esta situación tan dura la política gubernamental fue muy otra. Es verdad que no se alcanzó todo lo que se pretendía y mucho menos lo necesario. Pero no cabe duda que la pandemia se afrontó con valentía, capacidad técnica, con resultados globalmente satisfactorios y paliando en buena parte las graves consecuencias sanitarias de la epidemia. Los ERTE, por ejemplo, ayudaron y salvaron a millones de trabajadores, autónomos y empresas; se revaluaron, según el IPC, las prácticamente congeladas pensiones; se redujo el paro muy notablemente así como los índices de precariedad laboral; se incrementó notablemente el salario mínimo; se avanzó en derechos cardinales para la convivencia como la lucha contra la violencia de género, el derecho a morir con dignidad o los derechos LGTBI; se reenfocó el problema catalán por la vía del diálogo y la negociación política; se abordó la crisis energética con la “excepción ibérica” que salvó de la ruina y de la pobreza a empresas y familias se recuperó la negociación entre los agentes sociales, alcanzándose un alto grado de paz social y generándose un considerable abanico de ayudas sociales, puede que insuficientes pero ciertamente inéditas. Y, aunque se va con retraso y lentitud en la llamada microeconomía, es evidente la recuperación macroeconómica del país.

Y creo que es un hecho cierto que la mayor parte de lo avanzado y conseguido se debió en buena medida al empuje de la parte del Gobierno de Unidas Podemos y a la presión de las fuerzas de la izquierda que espolearon y ayudaron al Gobierno. Es cierto que las diferencias e incluso los conflictos dentro de la coalición fueron importantes y, sobre todo, muy notorios y a veces escandalosos gracias a los esfuerzos por ventilarlos de un entramado mediático hostil, insidioso y al servicio de los “poderes fácticos” más reaccionarios. Pero no se desmoronó nunca la coalición, se aprobaron en tiempo y forma los cuatro presupuestos de la legislatura y los debates fueron esclarecedores y su dureza no desbordó nunca ni la esencial lealtad política ni el respeto mutúo en el fondo y en las formas.

Excelente noticia fue, por último, la amplia alianza de las izquierdas en SUMAR con un programa esencialmente socialdemócrata, no nos engañemos, pero que no cae en el nefasto “o todo-o-nada” y sí garantizaría continuar avanzando, para lo que hay un enorme espacio y un ilusionante recorrido y, sobre todo, evitaría el inevitable retroceso en calidad de vida y en derechos que inevitablemente nos caería encima si lograse gobernar el “Frente Ultra” de las dos derechas de este país.

Es por todo esto por lo que decidí votar, y votar a SUMAR. También decidí dar mis explicaciones, aunque sea largo, porque no basta el voto si no que es necesario y perentorio promoverlo, explicarlo razonablemente y pedirlo clara y honestamente. Porque el “todo o nada nos lleva a la nada” porque “si no se avanza, se retrocede siempre” y porque, votar a SUMAR, es ahora el voto más útil para seguir avanzando y, en el peor de los casos, para ralentizar al máximo los intentos de retroceso y volver cuanto antes a la senda del avance y del progreso. Porque si algo no tienen las derechas es la capacidad técnica y política de abordar siquiera los problemas más cardinales y decisivos…; de que puedan darles salida o resolverlos, ni hablamos.

Así lo veo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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