NOS QUEDA PORTUGAL

Recuerdo que el 25 de abril de 1974 el franquismo vio en Portugal las barbas del vecino. Los portugueses las afeitaron y nosotros necesitaríamos casi un lustro para, simplemente, recortarlas.

Creo que, una vez pase la tribulación de la pandemia, sería este un buen momento para pensar en Portugal desde España y en España desde Portugal. Portugueses y españoles debiéramos planear, precisamente ahora, qué es lo que podemos hacer juntos en el contexto europeo y mundial. Si en España y Portugal contáramos con suficientes líderes serios, con envergadura política y dotados de la consiguiente perspectiva estratégica, en estos momentos debiera estar debatiéndose ya una futura unión luso-hispana o hispano-portuguesa, para constituir, dentro de la UE, un Estado Ibérico, al ritmo que las circunstancias demandasen pero lo antes posible.

Se trataría de recuperar el alma de aquel proyecto iberista que nació en el siglo XIX y floreció como ideal político de la derecha democrática y de la izquierda en España y Portugal, hasta oscurecerse con las turbulencias de los años treinta del siglo XX. Por cierto, parece que las últimas encuestas de opinión, en ambos países, revelan una creciente adhesión a la posibilidad de la unión ibérica. Quizá por ello despertó tanto interés aquel reclamo de unidad ibérica de Saramago.

Un proyecto así tiene sus complicaciones y, sobre todo, no sabemos que ritmo precisará. Pero, visto como se está desarrollando el proyecto de la UE, que nació de una crisis europea de verdadera devastación, como fueron las dos guerras mundiales, la unión ibérica no es para nada quimérica. Se trataría de profundizar sin descanso en procesos de cooperación en todos los terrenos que hagan irreversible el horizonte de la unión política y, en todo caso, el tiempo político que se precise para ello estará bien empleado, porque contribuirá, sin duda, al fortalecimiento progresivo de las dos partes, aun antes de que consumen su unión definitiva. También tendrá sus costes y necesitará de esfuerzos, pero las ventajas del resultado son evidentes: Seríamos el segundo país de la UE, detrás de Francia, en extensión territorial y el quinto en población; nuestro PIB podría ser el octavo del mundo y el quinto de Europa; y, sobre todo, nuestro peso económico y político globales cambiarían radicalmente nuestras expectativas nacionales e internacionales en los terrenos económico, político y cultural.

Creo que en otras latitudes se han iniciado ya procesos semejantes como, por ejemplo, el escandinavo que busca acordar una política común, nada menos que en defensa y en política exterior. Aunque los nórdicos no alcancen pronto su unidad política, nadie puede negar que su cooperación progresiva los fortalece y enriquece.

Visto desde España, un proceso semejante exorcizaría esos tradicionales demonios nuestros que nos paralizan y nos están cociendo en nuestro más tenebroso caldo histórico: el mito diabólico de la dos Españas, la recidiva reiterada del tumor monárquico o el circulo vicioso insalvable de un Estado plurinacional de facto que nunca acaba de reconocerse como tal. Estaríamos ante una estimulante y luminosa refundación del Estado que podría aterrizar, sin vencedores ni vencidos y sin resentimientos, en una esperanzadora República Confederal Ibérica de la forma más natural.

¿Qué provincia, región, cantón, nación o comunidad de Portugal  o de España podría renunciar a participar en un debate y en un proyecto así? Superaríamos muchos de nuestros rancios problemas por elevación. Creo y tengo para mí.

 

 

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