Se cumplen ahora diez años de la entrega del premio Príncipe de Asturias a Leonard Cohen, un trovador de nuestro tiempo, es decir, un poeta que canta.

Los poetas son los verdaderos investigadores del eterno misterio de la vida y, si además cantan, nos llegan y nos seducen, nos humanizan y nos emocionan, nos hacen libres, fuertes y lúcidos. Los poetas descubren, razonan y explican, lo que otros ocultan, tergiversan y embrollan. Suelen acertar los poetas cuando predicen; esclarecer cuando analizan; dar en el clavo cuando manejan el martillo de la crítica. Por eso los poetas, siendo tan divertidos y estimulantes, nos reconcilian con un cierto sentido doloroso y trágico de una vida, cuyo principio y final es el misterio.  Poeta y profeta, si no son sinónimos debieran serlo.

Así era el Leonard Cohen: la voz grave y dulce, que nos emocionaba al enfrentarnos con nuestra tristeza esencial de seres humanos, conscientes y perplejos ante los límites de la vida, del amor o de la inmanencia;  el cantor que trataba de hacernos dichosos en la eterna búsqueda del sentido de nuestra existencia. “¡Ay, Ayayay…!”

Cuando recibió el premio, Leonard Cohen nos explicó el motivo real de su gratitud a los españoles: no por el reconocimiento que se le hacía, sino por lo que, sin saberlo, habíamos aportado a su condición de trovador. Lo contó y volvió a emocionarnos al descubrirnos ese profundo misterio venturoso de que, en realidad y más frecuentemente de los que parece, tienen la misma importancia trascendente los actos sencillos que los hechos sublimes.

Como poeta, buscaba su voz y la encontró en García Lorca, asesinado precisamente a causa de la verdad de su canto. Como cantor, buscaba un acorde y se lo dio un desconocido y humilde músico español que, nada más entregarle su regalo, se suicidó sin que sepamos por qué, como no sabemos el por qué de la misma muerte. Con Lorca, Cohen, coincidió en un libro y en el recuerdo de la universidad de Columbia, donde ambos estudiaron separados por el tiempo y por el tiempo misteriosamente unidos. Con el músico español se encontró Leonard en una plaza de Montreal, justo al lado de la casa de la madre del poeta. Aquella voz y aquel acorde hicieron, de Cohen, un trovador y, de millones de seres humanos, personas dichosas y emocionadas, a pesar de su misterioso destino. “¡Ay, Ayayay…!”

Otro gallo cantaría si, en lugar de seguir como corderos a los que tantas veces seguimos, hiciéramos caso de los poetas y trovadores

 

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