La cumbre es lo que tiene:  solo te queda bajar. En casi todos los órdenes de la vida sucede. El verano empieza con el sol en la cumbre y nuestros ancestros percibieron tan bien que el cenit es el comienzo del declive, que se entregaron al rito de dar fuerza al Sol encendiendo hogueras y luminarias en el momento en que los días empiezan a declinar. Las hogueras del solsticio de verano, son un ritual fundamentalmente norteño, donde la luz cobra gran importancia, porque los inviernos y las noches duran mucho por estos pagos.

Siempre se me ocurre lo mismo cada vez que veo a alguien alcanzar el éxito. A partir de aquí, pienso, los días son más cortos, hasta que predomine la noche. El triunfo es el inicio del fracaso y en el éxito comienza realmente la decadencia. Es aquello de que, al nacer, comenzamos en realidad a morir. La vida se convierte así en resistencia esencial o en resiliencia constante, aplazando y aplazando la muerte inevitable. ¿Pesimista?… Menos mal que no es lo mismo ser pesimista que aburrido.

Dicen que, en la antigua ceremonia de coronación de los papas, un monje irrumpía con unas ramas de lino ardiendo y se dirigía al nuevo pontífice exclamando “sic transit gloria mundi”, para recordarle lo efímero de honras y honores. La frase parece que es de Tomás de Kempis, monje y maestro de la ascética medieval, tan ligada al desprecio de esta vida y al gusto masoquista por el dolor y la muerte, que eso viene a ser la mortificación. Reconociendo lo efímero de nuestra existencia, nuestros más nobles ancestros optaron sin embargo por el culto al Sol, que es optar por el placer y el bienestar, que es la luz y el calor de la vida. La que intentamos hacer  perdurable.

En el inicio del verano comenzamos ya el camino hacia el atardecer del otoño y la oscuridad del invierno. Lo importante es recorrer este camino declinante con la dignidad de quien lo sabe y así lo admite, como ley de vida. La vida individualmente efímera, pero colectivamente perdurable, eso sí, por relevos. Aún así nunca será eterna la carrera. Y al paso que vamos, incluso los relevos serán pocos; por lo menos, para nuestra tan depredadora especie.

Los fuegos del solsticio de verano han de ser también purificadores. Es la pira donde arde lo rancio, lo viejo y lo feo. Es la hoguera que quema todo aquello que genera podredumbre y corrupción y convierte en ceniza, blanca y gris, los deshechos de nuestras miserias.

Una vez que el Dios desconocido, que predicó Pablo de Társo en el Aerópago de Atenas, expulsó, no sin gran violencia, a los demás Dioses y Diosas  y ocupó él sólo todo el Olimpo, los prebostes de la nueva religión trataron de sustituir nuestro tradicional culto al Sol, por una fiesta en honor de un tal Juan Bautista. Y lo consiguieron pero solo en parte, ya que nuestros ritos primigenios, vivos y subyacentes, perduraron, perviven y emergen siempre porque están en el ADN de nuestra cultura mítica y mística más rica, transversal y profundamente politeísta. Una cultura universal que el fuego purificador de la historia y la gran luminaria del pensamiento humano conduce inevitablemente al laicismo, que es el ámbito donde se respetan todas las personas, se relativizan y se analizan todas las creencias y se reconoce la mística como la lírica del mito y de la fe.

Así lo veo y lo vivo en esa noche de dicha y de luminarias, que debiera ser eterna.

 

 

 

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