Me cuesta desprenderme de mis viejos zapatos. Veo como se van deteriorando y soy muy consciente de que más pronto que tarde debo cambiarlos, pero no me decido. Me resultan tan cómodos y tan amoldados al pie que voy dando largas a pesar de su evidente deterioro. Llegas a sentirlos tan tuyos como los propios pies. Por eso intentas alargar su vida. Los limpias, los llevas al zapatero y los cuidas más ahora, en su vejez, que cuando los estrenaste. No te importa que hayan pasado de moda y soportas que resulten chocantes y anacrónicos. Eso es lo de menos, piensas. “Ande yo caliente, ríase  la gente”. Y cuando te reprochan su decrepitud o su creciente mal olor, los defiendes apasionadamente arguyendo lo cómodos que resultan, lo útiles que son, lo que han durado y el presunto excelente servicio que  han prestado.

Hay quien te aconseja que te compres ya los nuevos y los alternes para ir haciéndote. Pero la realidad es que no te  quitas de los pies los viejos zapatos, que se deterioran irremediablemente mientras, arrinconados, se mueren de risa  los nuevos. Hasta que un día la situación hace crisis y lo que antes te resultaba cómodo, ahora se hace insoportable. Los viejos zapatos se han roto inequívoca y casi siempre inoportunamente, se te han encharcado los pies y ya no sabes que es peor, si el resfriado que  acabas de agarrar o la vergüenza que pasaste cuando tus viejos zapatos han decidido abrir en público su boca desdentada, dejándote como un miserable ante la concurrencia. Te escurres del ágora, como puedes, y te vas chapoteando a cambiar tus zapatos a toda prisa. Es entonces cuando tu actitud con los viejos zapatos cambia y te despegas con violencia de ellos. Los tiras sin miramientos y, en el fondo de tu dolido corazón, les reprochas todo: su vejez y anacronismo, su deterioro inoportuno, su mal olor y hasta tu propio catarro y tu vergüenza.

Pues bien, algo así nos está sucediendo a los españoles con la monarquía. La Corona es como ese viejo par de zapatos, que no somos capaces de quitarnos de los pies. Nos ha dado un buen resultado aparente, hemos soportado que esté pasada de moda, que resulte anacrónica o que, cada vez, se ajuste menos, a los tiempos que corren, el hecho de que la Jefatura del Estado sea hereditaria y no se someta periódicamente, como las demás instituciones, a la voluntad soberana de la ciudadanía. Lo soportamos también porque intuimos que un nuevo par de zapatos, por muy bien que nos quede, siempre nos va a traer cierta incomodidad  y alguna  rozadura pasajera, inherentes a la nueva horma.

Lo que pasa es que la situación ya no se puede tolerar porque el problema no es solo estético. El deterioro se acentúa, la empeña se agrieta, las suelas se abren con su mueca  grotesca y mal nos irá si no tenemos bien preparado y ajustado ese nuevo par de zapatos, que garantice nuestro futuro confort democrático. Si no hacemos esto, corremos el riesgo de desprendernos con muy malos modos de los zapatos viejos que, ya sabemos todos, están pasados, tienen los días contados, huelen cada día peor, para poco sirven y están a punto de hacer agua.

Estamos mal calzados y sabemos que la república es como ese par de zapatos nuevos que la democracia necesitará para seguir su camino. Al principio notaremos algún roce, alguna molestia pero pronto nos sentiremos muy cómodos y, además, recuperaremos dignidad.

Comparte esta entrada