Hemos disfrutado y disfrutamos las obras del Nobel Portugués que, además de su belleza literaria, demuestran gran clarividencia y una fértil imaginación. Con la pandemia fue bueno releer, por ejemplo, “Ensayo sobre la ceguera”, que presagia lo que nos ha sucedido,  o  “La Balsa de piedra”, que tan bien describe una Península Ibérica navegando a la deriva en busca de su propia identidad, que viene a ser lo que nos está pasando. Y es que Saramago siempre fue iberista, partidario de la unión política de España y Portugal en un solo Estado, como pretendían, en el siglo XIX fundamentalmente, notables intelectuales y políticos, republicanos y socialistas, en España y Portugal.

Hoy, semejante posibilidad no está en la agenda, pero debiera estarlo porque un proyecto político de esta envergadura y densidad, traería para los dos países muchas más soluciones y ventajas que problemas y dificultades; porque, según estudios y encuestas, prácticamente la mitad de los españoles y de los portugueses se muestran favorables a la unión política peninsular, sin que nadie se lo haya planteado; y porque muchos de los problemas, que nos angustian, se superarían tirando por elevación.

Imaginemos, por un momento, que un colectivo  de intelectuales, profesionales, y políticos, portugueses y españoles y de las diversas naciones y regiones de la península, se reuniesen un buen día en cualquier pueblo fronterizo y lanzasen la propuesta del proyecto político de construcción de una “República Confederal Ibérica”. Sería, es verdad, una utopía, pero no una quimera. Y sería una utopía con muchos menos problemas y complejidades, por ejemplo, que la de la UE, la cual mantenemos en laboriosa construcción.

Sería un proyecto complejo y difícil, pero posible e ilusionante. Tendríamos problemas nuevos, pero resolveríamos muchos de los viejos. En España, por ejemplo, se resolvería el eterno conflicto territorial, el de la democratización de la Jefatura del Estado, el de la convivencia pacífica de las distintas lenguas y, sobre todo, el de superar la etapa de una Constitución otorgada, sacralizada y agotada. Si a esto añadimos que se lograría una superior envergadura económica, que se ganaría peso en Europa muy notablemente y que se ampliaría la presencia internacional, es claro que las ventajas superarían muy mucho a los posibles inconvenientes o dificultades.

Tendríamos problemas, pero tendríamos proyecto. Y no como ahora, que tenemos los problemas pero sin proyecto; al menos en España.

Solo con iniciar el camino, solo con tener la Republica Confederal Ibérica en nuestro horizonte político común, nuestras vidas mejorarían muy notablemente.

 

Ojalá Saramago no fuese el último iberista, sino el penúltimo.

 

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