La cosa se puso de moda a partir del romántico relato de Moccia, “Tengo ganas de ti”, donde los enamorados colgaban un candado en una de las farolas del puente Milvio de Roma y arrojaban las llaves al río para simbolizar la perdurabilidad eterna de su compromiso de amor. Miles de parejas en cientos de puentes de Europa, y más allá, emularon a los amantes del puente Milvio y se creó un problema de deterioro, progresivo y grave, de barandas y farolas en lugares turísticos y de valor patrimonial. Las autoridades tuvieron que tomar medidas porque balaustradas y puentes corrían peligro, incluso de venirse abajo.
Era un ritual que manifestaba ese deseo y afán de perennidad infinita para todo lo bueno de la vida y para la vida misma, lo que nos permite abordar cada instante dichoso como si nunca tuviésemos que desaparecer.
Un estimulante momento político de nuestro país se vivió durante los últimos cinco años de los setenta. Fue un momento tenso, incluso violento, pero también ilusionante, hiperactivo, esperanzador y por ello dichoso. La Constitución del 78 fue un paso ilusionante. Sin satisfacer plenamente y siempre todas las ansias o aspiraciones de todos, como inevitablemente sucede en el amor, fue sin embargo un gran y bello momento de nuestra vida colectiva.
Fue la Constitución, es verdad, hija de la esperanza y del miedo. Por parte de madre abría un extenso e inexplorado abanico de posibilidades, pero por parte de padre heredaba una gran inquietud e incertidumbre sobre su propia supervivencia. Y por ello, no es de extrañar que surgiera la idea de endilgarle un candado en la baranda del puente, con la coartada de que nos permitiría atravesar, con bien, al menos un buen tramo del río de nuestra historia. El primer candado lo colocaron los mismos padres de la Carta Magna, complicando sobremanera cualquier posibilidad de reforma seria. Cerraron el candado y tiraron las llaves al río
A partir de aquí, unos y otros se dedicaron a colgar candados y a tirar llaves al río, de tal forma que, hoy en día, nuestro otrora bello e histórico puente, patrimonio colectivo, apenas soporta ya el peso de los candados y el paso de todos los que diariamente hemos de cruzar el río. Candado fue aquel 23-F que consagró el bipartidismo, ante la imposibilidad del soñado partido único; candados fueron muchas leyes, de desarrollo constitucional y de las otras, que cerraron las posibilidades de honrosos principios, inalienables derechos y bellas oportunidades que nuestra norma fundamental ofrecía. Candado, la ley mordaza. Candado, las reformas laborales de recortes y austeridad. Candado enormemente pesado fue la execrable reforma del artículo 135, que nos privó de legítima y legal soberanía sobre nuestras cuentas públicas, no para cedérsela a la UE, como se trató de hacernos creer, sino para rendirse a los siniestros mercados y mercachifles de la especulación financiera.
La baranda de nuestro puente ya no lo soporta más y se tambalea peligrosamente pidiendo a gritos que se hagan saltar los candados que nos aplastan con su peso, nos contaminan con el óxido cáustico que todo lo corrompe y están haciendo inservible e inviable el puente.
Hay que abrir, y pronto, el debate para precisar cuáles son los candados que hay que hacer saltar y cuales los bastiones, tramos, arcos, pilares, tableros y apoyos del puente que hay que mejorar o renovar.
Si no hacemos saltar los malditos candados, el puente se derrumbará irremediablemente. Se nos desmorona.