“Soy una persona pobre”. Así encabezaba su cartelina de cartón viejo una mujer de avejentada edad incierta, arrodillada en plena calle. Pedía limosna uno de esos días húmedos de frío. “Tengo dos hijos. No tengo marido”, seguía explicando el cartel.

Menudean hombres y mujeres postrados en las aceras transitadas o a las puertas de los supermercados, mirando al suelo con  la cabeza gacha por el peso humillante de la vergüenza y con una cajita delante para recibir las monedas de la caridad. Tratan de conmover al transeúnte con la actitud orante y deprecatoria de una plegaria humilde y humillada y explican su desgracia, resumida en cuatro frases escritas sobre un cartón de desecho. Aún así postrados, se ve que perciben la necesidad de explicar su pobreza extrema para justificar su imprecación. No parece que hicieran falta estas explicaciones y debiera  bastar verlos para que cualquiera pudiera percatarse de su situación menesterosa. Sin embargo, en el caso de la mujer que aquel día me llamó la atención, su manifestación me pareció de lo más pertinente, no porque nos explicara que es pobre, sino porque nos recuerda antes de nada que se trata de una persona.

El “soy una persona pobre” convierte automáticamente la plegaria humillante de una caridad en una demanda explícita de justicia, que transforma la actitud orante en un duro reproche social que nos encara a todos con el trato que prodigamos a nuestros semejantes. Aquí nos iguala lo sustantivo, que es cardinal e inamovible, y nos diferencia lo adjetivo, que es el resultado denigrante de nuestro comportamiento individual y colectivo.

Sólo en Europa, que sigue siendo opulenta con crisis o sin ella y en donde prima el despilfarro, hemos creado, entre todos, unos sesenta millones de personas pobres. En el resto del mundo la situación es todavía más trágica y denigrante y, mientras no cambiemos esto, ni tendremos paz, ni seguridad, ni nos las merecemos. Lo pagaremos caro, muy caro. Ya lo estamos pagando.

Me decidí a dar  limosna a aquella mujer, pero lo hice desde mi impotencia y con vergüenza de mí  y del tipo de sociedad de la que soy parte y cómplice. En el fondo, pagué con cicatería ignominiosa el elocuente mensaje que estaba recibiendo.

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